Los hijos no deben obedecer ni a sus padres ni a nadie.

Olga Carmona.


Si ofrecemos a nuestros hijos un modelo de coherencia (donde cumplo lo que digo), 
de confianza (nunca miento), 
de honestidad (conmigo mismo, con él y con los demás) 
y de integridad (lo que hago, digo y siento están alineados), 
entonces la autoridad llega sola.

Los hijos no deben obedecer ni a sus padres ni a nadie
RUSS ROHDE Getty Images/Cultura RF
El otro día recibí una amable invitación para asistir a una charla para padres con el pretendidamente simpático nombre: La obediencia: esa gran desconocida.

Seguramente la mente “preclara” de quien le puso ese título pensó que a los padres nos iba a hacer una gracia enorme porque nos sentiríamos rápidamente identificados con la falta de obediencia de nuestros hijos, porque a fin de cuentas, partimos de una premisa incuestionable: los hijos deben obedecer a sus padres.
¿Por qué? Porque son sus padres; tautología absurda que nuestra cultura ha heredado básicamente de la religión cristiana y que tiene como fundamento el agradecimiento a quien nos dio la vida. El resto de la creencia se sostiene en la otra premisa incuestionable: por tu propio bien. Sin embargo, yo afirmo lo contrario: los hijos no deben obedecer ni a sus padres ni a nadie. Las personas no deben obedecer. Y por tanto no deben ser entrenadas para hacerlo, ni educadas en la obediencia.


El Diccionario de la Real Academia Española, define obedecer de la siguiente manera: “Cumplir la voluntad de quien manda”. Y buceando en el significado etimológico del término encuentro sin sorpresa que “obedecer” viene del latín oboedescere der. De oboedire: cumplir la voluntad de quien manda. Ambos significados implican hacer lo que el otro (padre, madres, jefes, profesores, etc.) te digan, ser lo que otros pretendan que seas. Obedecer significa no cuestionar, implica la forma de ceguera más peligrosa y humillante: tu no existes, tu criterio no importa, tu sentir no importa.
Si yo quiero educar a mis hijos para que sean seres humanos con criterio propio, sólida autoestima, capacidad de elección y decisión, en definitiva, LIBRES, no puedo educar en la obediencia, es una contradicción pura. Y no puedo tampoco enviar el mensaje de “obedece a tus padres, pero no a los demás”: es esquizofrénico.

Y no digo que sea fácil educar en la no obediencia, digo que es imprescindible. Digo que es su derecho, digo que los otros caminos son atajos que nos llevan al cortoplacismo que nos facilita la vida, pero no les favorece. Digo que cuando queremos que nuestros hijos hagan algo que es necesario que hagan, el camino corto es la obediencia, porque arroja resultados inmediatos, pero en cada acto de obediencia, cortamos unos milímetros su sí mismo. Su capacidad para ser.

Inmersos en la cultura bulímica y cortoplacista, donde nos damos atracones de estímulos que no podemos procesar y donde solo perseguimos aquello que da resultados inmediatos, la forma en que educamos a nuestros hijos también queda impregnada de ella. Propongo elegir rutas que favorezcan su capacidad para elegir y para decidir. La alternativa que construye nos habla de usar el diálogo, la negociación, la explicación razonada, la motivación, la educación.

Hagámonos la pregunta de cómo pediríamos algo a otro adulto y seguro que aparecen rápidamente las razones por las que lo pido y una forma educada de hacerlo. Cuando yo dialogo, cuando yo explico, cuando yo negocio, cuando yo escucho, cuando pido las cosas de forma amable, estoy entregando todas esas herramientas de comunicación y de crecimiento a mi hijo. Solo se puede educar a través del ejemplo y desde el respeto al otro. Sino, el mensaje no llega, no permanece y no sirve.

¿Y si, a pesar de hacerlo de todas esas maneras, sigue sin hacer lo que es necesario hacer? Entonces, adulto civilizado, tendrás que aprender a respetarlo. Cambiar un paradigma que tenemos interiorizado, implica un ejercicio de aprendizaje por nuestra parte también. No vale solo con predicar, hay que dar trigo.

Sin embargo, si ofrecemos a nuestros hijos un modelo de coherencia (donde cumplo lo que digo), de confianza (nunca miento), de honestidad (conmigo mismo, con él y con los demás) y de integridad (lo que hago, digo y siento están alineados), entonces la autoridad llega sola. No la autoridad impuesta, sino la percibida: creerán en nosotros, nuestra opinión será tenida en cuenta, podremos influir y convencer. Sin imponer.
Habrá quien quiera hacer una lectura plana de este planteamiento y aduzca que no se puede convivir sin normas. Esa no es la idea: en un sistema familiar donde se van a sentar las bases de los primeros y más determinantes aprendizajes, hay normas. Pero son para todos, todos deberán respetarlas de igual manera. Si necesitamos crear nuevas fórmulas para el manejo de los conflictos, lo haremos de forma consensuada, buscando aquella con la que todos se sientan cómodos y partícipes. Los hijos no son los subalternos que vienen a un sistema ya estructurado y deben amoldarse a él.

Son parte en igualdad de derechos y de obligaciones de un sistema que se construye día a día en función de las necesidades que el propio desarrollo va generando. Esta forma de vivir, de educar, de amar, va modelando herramientas tan imprescindibles como el sentido de la autocompetencia, la creatividad, la responsabilidad, la empatía, el compromiso, la resolución de problemas, la pertenencia a un grupo, la comunicación: son raíces y a la vez son alas.

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